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miércoles, 16 de junio de 2010

Consumo, Ego e Identificacion, nota de Andres Schuschny en su blog Humanismo & Conectividad...


La compulsión inconsciente de promover nuestra identidad a través de la asociación con un objeto es parte integral de la estructura misma de la mente egotista. Una de las estructuras mentales básicas a través de la cual entra en existencia el ego es la identificación. El vocablo “identificación” viene del latín “ídem” que significa “igual” y “facere” que significa “hacer“. Así, cuando nos identificamos con algo, lo “hacemos igual“. ¿Igual a qué? Igual al yo. Dotamos a ese algo de un sentido de ser, de tal manera que se convierte en parte de nuestra “identidad“. Uno de los niveles más básicos de iden­tificación está en las cosas: el juguete por el que llora un niño se convierte después en el automóvil, la casa, la ropa, etcétera. Tratamos de hallarnos en las cosas pero nunca lo logramos del todo y, en ese proceso, terminamos perdiéndo­nos en ellas. Tal es el destino del ego.
Quienes trabajan en la industria de la publicidad saben muy bien que para vender cosas que las personas realmente no necesitan deben convencerlas de que esas cosas aportarán algo a la forma como se ven a sí mismas o como las perciben los demás, en otras palabras, que agregarán a su sentido del ser. Lo hacen, por ejemplo, afirmando que podremos sobresalir entre la multitud utilizando el producto en cuestión y, por ende, que estaremos más completos. O crean la asociación mental entre el producto y un personaje famoso o una persona joven, atractiva o aparentemente feliz. El supuesto tácito es que al comprar el producto llegamos, gracias a un acto mágico de apropiación (digo yo, de identificación), a ser como ellos o, más bien, como su imagen superficial. En consecuencia, en muchos casos no compramos un producto sino un “refuerzo para nuestra identidad“.
Las etiquetas de los diseñadores son principalmente identidades colectivas a las cuales nos afiliamos. Nos las imponen costosas y, por tanto, “exclusivas“. Si estuvieran al alcance de todo el mundo, perderían su valor psico­lógico y nos quedaríamos solamente con su valor material, el cual seguramente equivale a una fracción del precio pagado.
Las cosas con las cuales nos identificamos varían de una per­sona a otra de acuerdo con la edad, el género, los ingresos, la clase social, la moda, la cultura, etc. Aquello con lo cual nos iden­tificamos yace en lo superficial de nuestra conciencia, sin embargo, la com­pulsión inconsciente por identificarse es de índole estructural. Esta es una de las formas más elementales como opera la mente egotista.
Paradójicamente, lo que sostiene a la llamada sociedad de consumo es el hecho mismo de que el intento por reconocernos en las cosas no funciona: la satisfacción del ego dura poco y en­tonces continuamos con la búsqueda y seguimos comprando y consumiendo en una voraz espiral cuyo límite es la insatisfacción, la asidia y la infelicidad.

Claro está que en esta dimensión física en la cual habita nuestro ser superficial, las cosas son necesarias y son parte inevitable de la vida. Necesitamos vivienda, ropa, muebles, herramientas, transporte. Quizás haya también cosas que valoramos por su belleza o sus cualidades inherentes, cosas que nos conmueven. Debemos honrar el mundo de las cosas en lugar de despreciarlo. Pero no podemos honrar realmente las cosas si las utilizamos para fortalecer nuestro ego, es decir, si tratamos de encontrarnos a través de ellas. La iden­tificación del ego con las cosas da lugar al apego y la obsesión, los cuales crean a su vez la sociedad de consumo y las estructuras económicas donde la única medida de progreso es tener siempre más.
El deseo incontrolado de tener más, de crecer incesantemente, es una enfermedad. Es la misma disfunción que manifiestan las células cancerosas cuya única finalidad es multiplicarse sin darse cuenta de que están provocando su propia destrucción al destruir al organismo del cual forman parte.
Muchas personas agotan buena parte de su vida en la preocu­pación obsesiva por las cosas. Es por eso que uno de los males de nuestros tiempos es la proliferación de los objetos. Cuando perdemos la capacidad de sentir esa vida que somos, lo más probable es que tratemos de llenar la vida con cosas.

Vale la pena investigar nuestra relación con el mundo de las cosas observándonos a si mismo y, en particular, observando las cosas designadas con la palabra “mi“. Debemos mantenernos alerta y ver honestamente si nuestro sentido de valía está ligado a nuestras posesio­nes. ¿Hay cosas que inducen una sensación sutil de importancia o superioridad? ¿Acaso la falta de esas cosas nos hace sentir inferiores a otras personas que poseen más que nosotros? ¿Mencionamos casualmente las cosas que poseemos o hacemos alarde de ellas para aparecer superiores a los ojos de los demás y, a través de ellas, a nuestro pro­pios ojos? ¿Sentimo ira o resentimiento cuando alguien tiene más que nosotros o cuando perdemos un bien preciado?

Esa sensación de orgullo, la necesidad de sobresalir, el aparente fortalecimiento en virtud del “más” y la mengua en virtud del “menos” no es algo bueno ni malo: es el ego en plena manifestación. El ego no es malo, sencillamente es inconsciente. No conviene tomar al ego muy en serio. Es preciso darnos cuenta que el ego no es personal, no es lo que somos.

¿Qué significa realmente ser “dueños” de algo? ¿Qué significa el que algo sea “mío”?.
Son muchas las personas que es apenas en su lecho de muerte, cuando todo lo externo se desvanece, cuando se dan cuenta de que ninguna cosa tuvo nunca que ver con lo que son. Ante la cercanía de la muerte, esa consejera de la vida, todo el concepto de la propie­dad se manifiesta totalmente carente de significado. En los últi­mos momentos de la vida muchos se dan cuenta de que mientras pasaron toda la vida buscando un sentido más completo del ser, lo que buscaban realmente, el Ser, siempre había estado allí pero parcialmente oculto por la identificación con las cosas, es decir, la identificación con la mente sustraida al ego.

Para el ego, tener es lo mismo que Ser: tengo, luego existo. Y mientras más tengo, más soy. El ego vive a través de la com­paración. La forma como otros nos ven termina siendo la forma como nos vemos a nosotros mismos. La forma como otros nos ven se convierte en el espejo que nos dice cómo y quiénes somos. Necesitamos de los demás para conseguir la sensación de ser, y si vivimos en una cultura en donde el valor de la persona es igual en gran medida a lo que se tiene, y si no podemos reconocer la falacia de ese engaño colectivo, terminamos condenados a perseguir las cosas durante el resto de nuestra existencia con la vana esperanza de encontrar nuestro valor y nuestra falsa realización.

¿Cómo desprendernos del apego a las cosas? Ni siquiera hay que intentarlo. Es imposible. El apego a las cosas se desvanece por sí solo cuando renunciamos a identificarnos con ellas. Lo importante es tomar conciencia del apego a las cosas. Algunas veces quizás no sepamos que estamos apegados a algo, es decir identificados con algo, sino hasta que lo perdemos o sentimos la amenaza de la pérdida. Si entonces nos desesperamos y sentimos ansiedad, es porque hay apego. Si reconocemos estar identificados con algo, la identificación deja inmediatamente de ser total. Si uno es capaz de decirse: “Soy la conciencia que está consciente de que hay apego“, es ahí cuando comien­za la transformación de la conciencia.

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